¡Vuela África, vuela!
Clara había entrado en el recinto del parque infantil con un libro en una mano y la manita de su hija en la otra. Nada más pisar la arena del parque, la niña se desprendió de su mano y salió corriendo en dirección a las estructuras de colores que hoy en día se levantan en los jardines y parques.
Clara se sentía desganada. La niña la había arrastrado materialmente hasta su lugar de diversión favorito. Hacía calor. Últimamente las visitas obligadas al parque le producían una tremenda sensación de pérdida de tiempo. Ni siquiera la excusa de leer un libro interesante, sentada en el banco, la liberaba de ese sentimiento displicente. Clara buscaba mentalmente en el tiempo el comienzo de ese desagrado, de ese “no hacer nada” cuando acompañaba a su hija en sus juegos al aire libre. Le exasperaba permanecer allí sentada cada tarde. Porque realmente era “permanecer”, en todo su significado. Era un estar en estado pasivo.
Sus ojos seguían mecánicamente la figura de su hija entre la de otros niños. Era habitual que la niña trepara por la barra vertical, se colgara de la escalera horizontal, se deslizara por el tejadillo de la estructura en forma de casitas a diferentes alturas. Hoy estaba trepando hacia lo más alto del conjunto. Lo había hecho tomándose su tiempo y asegurando los pies en cada punto de apoyo. Clara la observaba silenciosa. Pensó que en ningún momento debía llamarla durante esa operación de subida que parecía tan delicada. Le pareció que la niña tenía plena conciencia de la importancia de cada paso y de cada sujeción en su ascensión. Practicaba una escalada segura y precisa. Le recordó las imágenes de escaladores expertos en paredes verticales.
Clara había abandonado el curso de sus propios pensamientos y había concentrado su atención en la niña. No era extraño que su hija le dedicara alguna mirada rápida y controladora para comprobar su presencia en el banco. Era su actitud habitual. Clara abandonó su libro, apartó el pequeño bolso que había colocado sobre sus piernas, se retiró el mechón de pelo de la cara y observó atentamente a su hija. Acababa de llegar al tejado más alto y estaba sentándose a horcajadas, con una pierna a cada lado. Lo hizo lentamente y cuando enderezó la espalda como una pequeña amazona sobre su caballo, giró la cabeza en dirección al banco. Madre e hija se encontraron con la mirada.
“¿Qué te parece mamá? He llegado a lo más alto y no me he caído.” Parecía decir la pequeña.
Clara le contestó con la mirada y una sonrisa: “Muy bien hija. No, no te voy a regañar. ¿Qué se ve desde ahí arriba?”
La niña apartó la mirada de su madre y manteniendo su postura erguida y apoyada sobre la arista del tejado observó con atención los alrededores. Parecía disfrutar de su posición en las alturas, mientras los demás niños, bulliciosos y activos, jugaban con la pelota, se empujaban en el columpio o competían en la escalera horizontal. En otros bancos, otras madres colaboraban en la confección de figuras de arena, daban agua a los más pequeños y comentaban las andanzas de los que todavía dudaban al caminar con sus primeros zapatitos.
África miraba las nubes, las copas de los árboles, el tejado de las casas y los patios más cercanos. Seguro que estaba intentando descubrir algún perro. Los animales eran su debilidad. Clara lo sabía. Estaba intentando adivinar los pensamientos de la niña siguiendo sus leves movimientos de cabeza.
Estaba atardeciendo y el sol se escondía tras los edificios. Los últimos rayos iluminaban la figura de la niña en el tejado. Y ella pareció intuirlo porque levanto la carita y cerró los ojos, aprovechando el sol del día desde su atalaya; disfrutando del privilegio que se había ganado.
Abrió los ojos y miró a su madre. Acababa de tomar una decisión. Clara notó la tensión en el cuerpo de la niña, instantes antes totalmente relajado.
África quería trepar más. Clara supo que iba a intentar ponerse de pie. Le sonrió y desde el silencio de la complicidad le dijo: “Hazlo si crees que puedes. No, no te voy a frenar.” Como impulsada por este pensamiento y más segura que nunca, África dobló sus piernas y afianzando sus zapatillas de deporte, una en cada plano inclinado, elevó la pelvis sin descuidar la postura erguida de su espalda y de su cabeza. La mirada al frente y los brazos separados del cuerpo, buscando un equilibrio perfecto. En ese momento se oyó una voz femenina que venía de algún lugar cercano, con un toque de ansiedad en el tono: “esa niña se va a caer”.
Clara no se inmutó, seguía los movimientos lentos y cadenciosos de la niña. No la iba a interrumpir, le había costado mucho llegar hasta ahí. Y el esfuerzo físico era lo de menos. Lo más valioso era el trabajo de voluntad y control de sí misma que se había supuesto. No iba a dejarla sin el premio final. Estaba a punto de conseguirlo. África estaba ya de pie, con las rodillas ligeramente flexionadas para conservar el equilibrio, los bracitos separados del cuerpo y los últimos rayos del sol brillándole en el pelo. Estaba... en posición de echar a volar. Le pareció apreciar incluso un ligero aleteo en sus manos. La magia sólo duró unas décimas de segundo, pero fue terriblemente real.
A Clara le pareció que iba a echar a volar en cualquier momento,...
La niña volvió a su posición de sentada con los mismos movimientos pausados, desmontó de su cabalgadura y siguió el mismo proceso que en el ascenso. De vuelta a la tierra.
También la madre volvió por unos momentos a la realidad; al parque, al vocerío infantil y a los comentarios de fondo en los bancos vecinos. Pero algo despertó un recuerdo guardado, muy guardado en la memoria. La conexión había sido las zapatillas de deporte de su hija, ancladas con seguridad en las paredes del tejado y el recuerdo de sus propios pies, embutidos en deportivos, pisando un suelo inclinado de piedra.
Las dos visiones se fundieron en una sola. No recordaba ese episodio desde hacía mucho tiempo. Estaba visitando una iglesia antigua, muy antigua y muy derruida. Quizá por eso la idea de entrar en ella resultaba tan atractiva para todo el grupo. Se vio transportada hasta esa escalera de caracol, estrecha, de escalones desiguales y desgastados, sin ventilación. Olía a humedad. Parecía interminable y sin posibilidad de retroceder. Por fin se veía luz. La escalera se abría bruscamente, por una rotura en el muro a un suelo irreal, aberrante. Parecía la imagen obtenida por un gran angular. No era un suelo,... era la superficie exterior del techo abovedado de la iglesia.
Deseando salir de la escalera claustrofóbica, los pies se apoyaron en el suelo-techo curvo. Clara se recordó a sí misma con nitidez, mirándose los zapatos y revivió la sensación de falta de equilibrio, de vértigo acompañado de una sensación de vacío en el estómago; pero sobre todo la impotencia de mirar de frente sin asirse a algo sólido. Pensó que ni siquiera agarrarse a los muros de la iglesia era sujetarse a algo lo suficientemente sólido.
Las zapatillas de deporte, el suelo inclinado, la irrealidad surgida de ambos momentos...parecidos en la forma y tan distintos en el fondo. La imagen del recuerdo se esfumó como una pompa de jabón cuando sintió la presencia de la niña a su lado y su mano buscando la suya. “Mamá, ¿nos vamos?”.
Las dos se pusieron de pie y caminaron cogidas de la mano. Ninguna dijo nada. Clara sentía en esos momentos admiración por su hija. Estaba secretamente orgullosa de ella. Iban con las manos apretadas. Salieron del parque sin hablar.
Clara había entrado en el recinto del parque infantil con un libro en una mano y la manita de su hija en la otra. Nada más pisar la arena del parque, la niña se desprendió de su mano y salió corriendo en dirección a las estructuras de colores que hoy en día se levantan en los jardines y parques.
Clara se sentía desganada. La niña la había arrastrado materialmente hasta su lugar de diversión favorito. Hacía calor. Últimamente las visitas obligadas al parque le producían una tremenda sensación de pérdida de tiempo. Ni siquiera la excusa de leer un libro interesante, sentada en el banco, la liberaba de ese sentimiento displicente. Clara buscaba mentalmente en el tiempo el comienzo de ese desagrado, de ese “no hacer nada” cuando acompañaba a su hija en sus juegos al aire libre. Le exasperaba permanecer allí sentada cada tarde. Porque realmente era “permanecer”, en todo su significado. Era un estar en estado pasivo.
Sus ojos seguían mecánicamente la figura de su hija entre la de otros niños. Era habitual que la niña trepara por la barra vertical, se colgara de la escalera horizontal, se deslizara por el tejadillo de la estructura en forma de casitas a diferentes alturas. Hoy estaba trepando hacia lo más alto del conjunto. Lo había hecho tomándose su tiempo y asegurando los pies en cada punto de apoyo. Clara la observaba silenciosa. Pensó que en ningún momento debía llamarla durante esa operación de subida que parecía tan delicada. Le pareció que la niña tenía plena conciencia de la importancia de cada paso y de cada sujeción en su ascensión. Practicaba una escalada segura y precisa. Le recordó las imágenes de escaladores expertos en paredes verticales.
Clara había abandonado el curso de sus propios pensamientos y había concentrado su atención en la niña. No era extraño que su hija le dedicara alguna mirada rápida y controladora para comprobar su presencia en el banco. Era su actitud habitual. Clara abandonó su libro, apartó el pequeño bolso que había colocado sobre sus piernas, se retiró el mechón de pelo de la cara y observó atentamente a su hija. Acababa de llegar al tejado más alto y estaba sentándose a horcajadas, con una pierna a cada lado. Lo hizo lentamente y cuando enderezó la espalda como una pequeña amazona sobre su caballo, giró la cabeza en dirección al banco. Madre e hija se encontraron con la mirada.
“¿Qué te parece mamá? He llegado a lo más alto y no me he caído.” Parecía decir la pequeña.
Clara le contestó con la mirada y una sonrisa: “Muy bien hija. No, no te voy a regañar. ¿Qué se ve desde ahí arriba?”
La niña apartó la mirada de su madre y manteniendo su postura erguida y apoyada sobre la arista del tejado observó con atención los alrededores. Parecía disfrutar de su posición en las alturas, mientras los demás niños, bulliciosos y activos, jugaban con la pelota, se empujaban en el columpio o competían en la escalera horizontal. En otros bancos, otras madres colaboraban en la confección de figuras de arena, daban agua a los más pequeños y comentaban las andanzas de los que todavía dudaban al caminar con sus primeros zapatitos.
África miraba las nubes, las copas de los árboles, el tejado de las casas y los patios más cercanos. Seguro que estaba intentando descubrir algún perro. Los animales eran su debilidad. Clara lo sabía. Estaba intentando adivinar los pensamientos de la niña siguiendo sus leves movimientos de cabeza.
Estaba atardeciendo y el sol se escondía tras los edificios. Los últimos rayos iluminaban la figura de la niña en el tejado. Y ella pareció intuirlo porque levanto la carita y cerró los ojos, aprovechando el sol del día desde su atalaya; disfrutando del privilegio que se había ganado.
Abrió los ojos y miró a su madre. Acababa de tomar una decisión. Clara notó la tensión en el cuerpo de la niña, instantes antes totalmente relajado.
África quería trepar más. Clara supo que iba a intentar ponerse de pie. Le sonrió y desde el silencio de la complicidad le dijo: “Hazlo si crees que puedes. No, no te voy a frenar.” Como impulsada por este pensamiento y más segura que nunca, África dobló sus piernas y afianzando sus zapatillas de deporte, una en cada plano inclinado, elevó la pelvis sin descuidar la postura erguida de su espalda y de su cabeza. La mirada al frente y los brazos separados del cuerpo, buscando un equilibrio perfecto. En ese momento se oyó una voz femenina que venía de algún lugar cercano, con un toque de ansiedad en el tono: “esa niña se va a caer”.
Clara no se inmutó, seguía los movimientos lentos y cadenciosos de la niña. No la iba a interrumpir, le había costado mucho llegar hasta ahí. Y el esfuerzo físico era lo de menos. Lo más valioso era el trabajo de voluntad y control de sí misma que se había supuesto. No iba a dejarla sin el premio final. Estaba a punto de conseguirlo. África estaba ya de pie, con las rodillas ligeramente flexionadas para conservar el equilibrio, los bracitos separados del cuerpo y los últimos rayos del sol brillándole en el pelo. Estaba... en posición de echar a volar. Le pareció apreciar incluso un ligero aleteo en sus manos. La magia sólo duró unas décimas de segundo, pero fue terriblemente real.
A Clara le pareció que iba a echar a volar en cualquier momento,...
La niña volvió a su posición de sentada con los mismos movimientos pausados, desmontó de su cabalgadura y siguió el mismo proceso que en el ascenso. De vuelta a la tierra.
También la madre volvió por unos momentos a la realidad; al parque, al vocerío infantil y a los comentarios de fondo en los bancos vecinos. Pero algo despertó un recuerdo guardado, muy guardado en la memoria. La conexión había sido las zapatillas de deporte de su hija, ancladas con seguridad en las paredes del tejado y el recuerdo de sus propios pies, embutidos en deportivos, pisando un suelo inclinado de piedra.
Las dos visiones se fundieron en una sola. No recordaba ese episodio desde hacía mucho tiempo. Estaba visitando una iglesia antigua, muy antigua y muy derruida. Quizá por eso la idea de entrar en ella resultaba tan atractiva para todo el grupo. Se vio transportada hasta esa escalera de caracol, estrecha, de escalones desiguales y desgastados, sin ventilación. Olía a humedad. Parecía interminable y sin posibilidad de retroceder. Por fin se veía luz. La escalera se abría bruscamente, por una rotura en el muro a un suelo irreal, aberrante. Parecía la imagen obtenida por un gran angular. No era un suelo,... era la superficie exterior del techo abovedado de la iglesia.
Deseando salir de la escalera claustrofóbica, los pies se apoyaron en el suelo-techo curvo. Clara se recordó a sí misma con nitidez, mirándose los zapatos y revivió la sensación de falta de equilibrio, de vértigo acompañado de una sensación de vacío en el estómago; pero sobre todo la impotencia de mirar de frente sin asirse a algo sólido. Pensó que ni siquiera agarrarse a los muros de la iglesia era sujetarse a algo lo suficientemente sólido.
Las zapatillas de deporte, el suelo inclinado, la irrealidad surgida de ambos momentos...parecidos en la forma y tan distintos en el fondo. La imagen del recuerdo se esfumó como una pompa de jabón cuando sintió la presencia de la niña a su lado y su mano buscando la suya. “Mamá, ¿nos vamos?”.
Las dos se pusieron de pie y caminaron cogidas de la mano. Ninguna dijo nada. Clara sentía en esos momentos admiración por su hija. Estaba secretamente orgullosa de ella. Iban con las manos apretadas. Salieron del parque sin hablar.
Dedicado a mi hija. Mayo 2003